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CALI: REINVENTAR LA CIUDAD

CALI: REINVENTAR LA CIUDAD
(William Ospina)

Cali fue en otro tiempo no sé si la ciudad más hermosa, pero la ciudad
más amable de Colombia, y todavía estaría en condiciones de serlo.

Yo tuve el privilegio de llegar a Cali, huyendo con mi familia de la
violencia del centro del país, a comienzos de los años sesenta. En ese
entonces no nos llamaban desplazados, pero lo éramos. Veníamos de otras
bellezas geográficas, más melancólicas, de los abismos de Letras y sus
paisajes desdibujados por la bruma, de las campanas entre los pinos de
tierra fría y la música campesina llenando unos cafés a donde entraban
los hombres a caballo.

Fue para mí desembarcar en la otra cara de la Luna llegar a una ciudad de
ceibas y samanes, de palmeras y sol incansable, de atardeceres largos y
rojos en los que a cierta hora la brisa empezaba a cerrar sonoramente las
puertas, donde había muchachos negros de grandes sonrisas vendiendo
mangos y chontaduros en las esquinas, donde abundaba una belleza
complacida consigo misma, que no ocultaba su cuerpo, donde todos los
seres tenían ritmo y donde el baile ponía en acción el cuerpo desde bien
temprano.

Cali era un mundo lleno de colores, donde se sentía la diversidad de las
razas y de las tradiciones. Para mi fue también pasar de la vida casi
rural a la vida urbana, donde la radio efundía fabulosos terrores,
llegar a la espaciosa y golosa penumbra de los cines matinales, ver desde
las terrazas de Guayaquil, cerca de mi colegio de franciscanos, la
progresión de los barrios hacia el horizonte de la llanura, sentir los
desmesurados basurales de la galería, vivir los largos recorridos en bus
por los barrios que nunca terminan y los paseos de domingo que
congregaban a centenares de personas a orillas de los ríos más frescos
del mundo, bajo árboles enormes, oyendo en la lejanía casetas llenas de
mambos y pachangas, de los merengues traviesos de Pacho Galán y de los
porros contagiosos de Lucho Bermúdez.

Desde los humildes negocios de barrio donde mi hermano Jorge y yo
devoramos toda la mitología de las historietas de los años sesenta, hasta
los largos campos de fútbol a donde iban en excursión los colegios a
celebrar sus campeonatos, desde las piscinas de baldosas ardientes hasta
las ventas de hojuelas y de algodón rosado en las ferias de diciembre,
Cali estaba infinitamente viva, y un laberinto de ruedas de Chicago,
circos pobres y túneles del terror nos marcaron la vida para siempre.

Por eso en cuanto pude volví a Cali, a acabar de educar el corazón en las
fiestas de la amistad y en los banquetes de la inteligencia de los años
setenta.

Una ciudad puede ser asunto de leyes y de presupuestos, de planeación y
de fiscalización, pero es en primer lugar un asunto de vida y de
convivencia, de felicidad y de belleza. Lo primero que quiero decir es
que nunca he conocido una ciudad tan propicia para la vida y para la
amistad, para la creación y para la celebración, y que tiene que haber
sido un gran extravío lo que hizo que Cali perdiera por un tiempo su
norte y su espíritu, y se convirtiera en una ciudad peligrosa y sórdida,
maltratada y desesperanzada.

Los dos momentos magníficos de la ciudad que me fue dado vivir
correspondieron a dos esfuerzos conscientes y enormes de la dirigencia y
de la ciudadanía.

La Cali de 1962 acababa de salir de la catástrofe de los años cincuenta,
que arrasó con una parte considerable de su estructura urbana. Yo llegué
a vivir sin saberlo precisamente cerca de la zona que había sido
destruida por la explosión seis años atrás.

En la calle 26 con 18, en el barrio Saavedra Galindo, nació mi vida
caleña, cerca a las paralelas del ferrocarril, y no recuerdo haber
sentido la huella de aquella calamidad tan reciente. Había pobreza, pero
la única violencia que me fue dado vivir fue la vaga leyenda del ‘
monstruo de los mangones’, que por entonces era no solo un rastro de
cadáveres exangües de niños abandonados en los pastizales sino también un
recurso de los padres para controlar mejor a sus hijos.

Mi segunda llegada a Cali fue diez años después, en 1972, y la ciudad
acababa de vivir su rediseño con motivo de los Juegos Panamericanos del
71.

Las mejores ciudades del mundo son aquellas por las que se puede caminar.
Las ciudades pierden su rumbo cuando se convierten en tierra de nadie,
cuando se diseñan más para los carros que para la gente, más para el
poder que para el disfrute, más para la competencia que para la
convivencia.

Era posible recorrer sin sobresaltos las orillas del río desde la Clínica
de los Remedios hasta Santa Rita, caminar por la avenida Sexta desde el
Paseo Bolívar hasta el Drive-in de la Campiña, caminar por el parque del
Acueducto y por el Cerro de los Cristales.

Era balsámico recorrer Juanambú y Santa Mónica, entre el aroma de las
camias, San Antonio y San Fernando, Alameda y la calle Quinta, Junín y
Santa Helena. Después, una visión absurda cambió la prioridad de los
peatones por la de los vehículos, y el paseo por las orillas del río, y
muchos otros recorridos posibles, se convirtieron casi en pesadillas.

Si algo hizo a Cali tan grata en otros tiempos fue la conciencia de sus
dirigentes del escenario privilegiado que la ciudad ocupaba. Ello exige
de los urbanistas conocimiento de la ciudad, de su topografía, de su
clima, de sus especies vegetales, de su historia, de su composición
humana y de sus tradiciones.

Cali siempre tuvo capacidad de brindarse, de no hacer sentir ajenos a los
paseantes.

Cuando llegué, a los 17 años, solía recorrer la ciudad con avidez y con
deleite, y nunca nada ni nadie le obstaculizó a ese muchacho provinciano
el disfrute de las calles ardientes del centro, de las lluvias de
guayacanes de la avenida Sexta, del bullicio de las chicharras por Santa
Mónica, de la fresca sombra de las ramas del caucho junto al Museo la
Tertulia, de los prados sombreados de bambúes por la orilla del río, de
las frescuras del río en Santa Rita, de las cáscaras de cigarras todavía
adheridas a los árboles en el parque del Acueducto, de la gran ceiba
deshojada subiendo a los Cristales (que ciertos días del año se llena de
pomos de miel que muerden los murciélagos y arroja en algodón al viento
sus semillas), de la torre Mudéjar, de la colina pensativa de San
Antonio, de la Ceiba madre de la 44, de las piedras y los espejos de agua
de Pance.

Estoy seguro de que eso no correspondía a la política de nadie, a las
intenciones de nadie, sino al espíritu espontáneo de la ciudad, y yo pude
apropiarme de esos espacios y amarlos como una posesión que me daba
alegría y sosiego.

De esa hospitalidad nacen todos los bienes, la paz y las canciones, la
convivencia y la prosperidad, y en cambio cuando los espacios públicos se
entorpecen o se privatizan, empezamos a vivir la ciudad como sin derecho
a ella, empezamos, los visitantes y también los habitantes, a sentirla
como algo ajeno, como algo hostil, y de allí solo faltan unos pasos para
llegar al peligro y a la amenaza.

Qué bueno sería que la gente pobre accediera al umbral de la dignidad,
desde donde es ya posible emprender la lucha por la superación; que
escapara del estadio paralizador donde nada es posible; y qué bueno sería
que también la gente rica accediera a ese otro umbral de la dignidad que
es el sentido de responsabilidad social, sentirse parte del mundo del que
derivan su riqueza y su bienestar.

Depende de todos nosotros, pero en primer lugar de quienes más se
benefician del esplendor de nuestro mundo, y de quienes han asumido la
responsabilidad política de administrarlo, superar este dramático
contraste entre el todo y la nada, entre la opulencia y la postración,
entre el hartazgo de los satisfechos y la penuria de los que ven amanecer
con angustia y con miedo.

Colombia lleva demasiado tiempo comprobando que de este crecimiento
caótico, no dirigido por ninguna intención civilizatoria, solo brota un
mundo primitivo y violento, donde todo tiene que resolverse por la vía de
la arbitrariedad o del resentimiento. La construcción de un mundo humano
no se puede dejar a la inercia de los egoísmos particulares: exige
voluntad, disciplina, generosidad, ética, sana filosofía y sana política.

Así aprenderemos a hablar no solo del derecho a la vida, del derecho a la
salud, de la dignidad de cada quien, sino del derecho a la ciudad, del
derecho a la recreación, del derecho a la belleza.

Las administraciones deben tener proyectos a corto y a largo plazos,
compartirlos con la comunidad, convertirlos en procesos y en dinámicas.
Sin descuidar las responsabilidades del presente, hay que tener sueños,
sueños arquitectónicos, sueños urbanísticos, sueños comunitarios, sueños
culturales. Cuando los sueños son pertinentes, tarde o temprano aparecen
los recursos.

Hoy, cuando se habla tanto de seguridad, hay que recordar que la mayor
seguridad es poder confiar en los vecinos, es sentirnos rodeados de
personas que tienen lo indispensable, de personas que han sido tenidas en
cuenta en el diseño de la ciudad: nada es más peligroso que lo que dejan
por fuera los mil torpes mecanismos de la exclusión.

Y es apenas justo que todo lo que excluimos se vuelva peligroso: bien
dicen los sabios que el destino castiga más duramente la negligencia que
la maldad.

La ciudad no solo está en la ciudad: vivir en el espacio urbano exige
conciencia del mundo. Y ahora más que nunca. ¿Cuántas personas en Cali
saben que la provisión y la pureza del agua que sale de sus grifos
depende, por ejemplo, de la protección de los Farallones, del control a
la tala de bosques y a la contaminación en la cuenca del río Pichindé y
en Felidia, de darles una correcta solución a los invasores de esas
cuencas, arrojados allí por la necesidad o por otras razones?

No puede haber una mejor ciudadanía sin una adecuada información
ambiental y sin una educación que vaya más allá de la información, que
sensibilice, que nos haga sentir parte de la región, parte del planeta.

Más allá de su tejido urbano, de su sistema de fábricas y comercios, de
su tejido residencial y recreativo, de sus sistemas de transporte y de
comunicación, la ciudad es también un organismo invisible, hecho de
memoria y leyendas, de mitos y de imaginaciones, de símbolos y de música.
Y esa mitología de la ciudad a veces llega a ser más visible para el
mundo que la ciudad física sobre la que esos símbolos reposan.

Cali es una ciudad donde se fusionan muchas realidades: hay que permitir
que dialoguen a través de todos los lenguajes. Cali es un diálogo de
negros y blancos, de inmigrantes de todo el país, un diálogo de la
llanura con la montaña, de los Andes con la cuenca del Pacífico, de la
agricultura con la industria.

Y Cali solo puede ser un diálogo de culturas. Hay que dejar florecer los
mitos, hay que escuchar la voz profunda de las comunidades, y hay que
desatar procesos, porque las comunidades están llenas de iniciativas a
las que no se les puede trazar todo su derrotero, que deben evolucionar
por sí mismas, guiadas, como siempre en el arte, más por la intuición que
por la razón.

Las políticas pueden equivocarse, pero las costumbres civilizadas, los
sitios de encuentro, los relatos, la gastronomía, las canciones, las
músicas, las artes verdaderas, solo nacen cuando son necesarias, y tal
vez por eso nunca se equivocan.  CC

Una respuesta

  1. Wow! y q Viva la Musica!… recordando a Andres Caicedo

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